LIGERA ODA AL ÁPICE DEL CUERPO

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Fotografía Chaulafanita


**** CUANDO SE CAE UNA UÑA, NO SE LLORA, SE ESCRIBE****

Mis pies nenúfares de carne flotando en una media pegajosa, el sudor que se desliza entre la suela grisácea y la tela roída de tantos pasos mal dados, y entonces como deshojando pétalos, sí, como jugando al destino del no querer, la uña se desprende y se enreda en las hebras de lana rosada. Creo que no me quiere.

Y allí quedó mi último vestigio de uña en el dedo pequeño del pie. Escribirlo resulta tan grotesco como el muñón ridículo que aparece abajo a la distancia, minúsculo y redondo como un murrapito de Urabá.

Sucede que de la serpiente que se acostó con Eva heredé la cualidad de mudar de piel, de piel muerta para se precisos, y entonces de tiempo en cuando la uña se cae en un golpe torpe, en un zapato ajustado, en una media de puta que es perfecta para arrebatar entre las mallas la turgencia que va naciendo en la piel.

A los dulzones siete años, cuando se fue por vez primera, apenas si logró revolotear a manera de chiste en los corredores escolares. Para entonces no importaba una uña menos en cuanto el pie saltara golosas sin tocar la tiza. Pero después cuando empiezan los choques fatuos de la adolescencia, la capacidad femenina de hiperbolizar las cosas entra en acción. Uno, dos, tres, acción:

La mancha ambarina del meñique es tan repugnante como cualquier impefección a la altura de la mirada, de seguro los hombres caminan como avestruces para reconocer en el final del cuerpo el principio de la relación, que en los dedos aflora el amor, que el pequeño es la metáfora del sexo, que el barniz colorado no disfraza la ausencia, que improvisar una cápita esmaltada es una burla bizarra. Que la única solución a mis pesares era desechar las sandalias.

Aprendí a corta edad la ley telúrica para el buen vivir, ocultar lo indeseable, y así bajar los humores de la juventud, esos hálitos de orgullo que transforman en reproches cualquier impertinencia del destino. Y allá, ahogándose en el calor pegajoso del hule, arrinconada pro paredes de gamuza, humillada por cuatro impolutas uñas, va floreciendo una carnosidad pequeña, algo escarpada y bastanta frágil, destinada a una existencia efímera por los andares traviesos y apresurados. Pero está y quiere ser, y eso es suficiente para calmara las dolencias estéticas de una vida sin aire en los canales curvos de los dedos del pie. Es tiempo de chanclas. Sí señores, chanclas, aunque suene feo.

Fue así como recordé a Andry Dufresne, el preso de la película Sueños de fuga, ese hombre inventado que se escapó de prisión usando los zapatos de su verdugo y que en una frase heroica, ese tipo de mensajes que uno necesita del cine, dijo: Qué tan a menudo miras los pies de un hombre.

Alegría sonora para mis vergüenzas, ligero empujoncito de valentía para olvidar los prejuicios y orear aquel dedo enano que al parecer nadie percibe, porque definitivamente no muy a menudo las personas observan tus zapatos. Como se divierte mi suerte de uña con los vapores calientes del asfalto, en su fealdad puede reírse, agitarse en un meneo sin ritmo, ser una más en el encuentro de artesanos, esos seres despreocupados que se solidarizan con mi uña vagabunda por se trotamundos y tener otras cuatro igual de maltrechas.

Es cierto, tengo uña caleidoscopio, extraña y endeble, pero incrustada aún en la cutícula, y cuando escribo la miro de reojo para reconocerla en esa mancha escarlata de esmalte barato. Sigue atada a mí como un pétalo rebelde. Es herencia de reptiles morbosos y mujeres virginales. Es el ápice de mi cuerpo o en el inicio de una mala historia.




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