ARRIBA
“Flotantes, boca arriba,
en alta
mar, los dos.”
(Suicidio hacia arriba- Pedro Salinas)
Lo disfrutaba en las alturas, con el
vértigo punzante de la caída, el aire colándose por las hendiduras de su cuerpo,
de sus cuerpos, la narcisa impresión de superioridad, arriba, arriba, siempre
arriba. Lo descubrió un día cualquiera
cuando el párroco de su iglesia guió al grupo de jóvenes que se preparaban para
la primera comunión por los recovecos de la antigua parroquia, olor a polvo y
humedad, a incienso y detergente. Pero fue allá, donde las campanas retumban,
donde habitan las gárgolas y las palomas, que ella lo supo. Una mano invisible
se coló por su falda y anidó en su entrepierna, una corriente fría giraba por
sus muslos, un espasmo repentino despertó su vientre y un agua caliente bajo
por sus calzones. Algo le revolcaba el corazón y seguía anclado bajo su ombligo. Sin entenderlo muy bien sabía que era un pecado, y sin dar
explicaciones se retiró una semana antes de recibir por primera vez la
comunión.
Sintió lo mismo cuando la llevaron al
psicólogo en el último piso de un edificio. Con un extraño gusto retozaba en el
sillón de análisis, y cada movimiento le causaba tal excitación que sus ojos
desorbitados daban la impresión de una verdadera enfermedad mental. Sin embargo
nada podía contener el placer extremo que le causaba el roce del terciopelo con
su piel mientras observaba por la ventana la minúscula ciudad. Abajo. En una
terraza dio su primer beso, y con el beso su primer orgasmo. Sin razonarlo iba
comprendiendo su delirio por las alturas. Pocos osaban seguir su impulso
catártico y no le quedaba más que ahogarse sola en una explosión de adrenalina
mientras sentía que se desplomaba sobre ella y sobre el mundo. Otra vez el agua
caliente que destilaban sus entrañas, y entonces llegaba de nuevo la soledad.
Cuando descendía al mundo de los
terrenales un manto de amargura la aprisionaba, y lo único que le quedaba era levantar la mirada para buscarlo a él,
al que retozara con ella en su búsqueda de levedad y pasión. Se acostó con
pilotos, mafiosos de penthouse, con el sujeto que limpia los vidrios de los
rascacielos, pero ninguno quería repetir la experiencia de buscar después de la
pequeña muerte la gran muerte. Un día creyó enamorarse cuando hizo el amor en
un globo de colores que se elevaba despacio sobre el firmamento azuloso, nunca
había estado tan feliz, tan plena, sólo un mimbre la separaba de la inmensidad.
Como una burla para los que seguían anclados en el suelo dejo caer sus
calzoncitos de encaje, y bajaron como una pluma descarados y presumidos hasta
la cabeza de un vendedor.
Pero era preciso regresar, y sabía
que cuando sus pies reconocieran la aburrida superficie se lo harían saber al
corazón. Fue uno más para el olvido.
Su viejo psicólogo la declaró
depresiva, y la internó en una clínica de una sola planta. De tanto mirar el
cielo y buscar en el recuerdo la ilusión del amor, sus ojos se irritaron y el
sol terminó por cristalizarlos para siempre. Llegó la oscuridad, y con ella la
dolorosa certeza de un castigo en los infiernos por no haber aceptado en su
momento el santo cuerpo de Cristo. Supo entonces que aún después de la muerte
estaría condenada a vivir bajo sus sueños, abajo, abajo, siempre abajo. Se
maldijo, y la maldijo a ella, la del placer equívoco, la que mandaba ráfagas
lívidas sólo cuando lograba percibir la cercanía del cielo. Ella la sepultó en
las tinieblas y en dolor eterno.
Pero un día cualquiera, como cuando
conoció su maldición, lo conoció a él. Llevaba cinco años internado y olía a
naftalina. Se tropezó con su figura raquítica, y en cuanto buscaban la manera
de desenredarse terminaban por tomar siempre la misma dirección en un encuentro
de tontas casualidades. Así se la pasaron toda la mañana, primero con molestia,
después con sorpresa y finalmente con gracia. Cuando descubrieron que no podían
separarse, que sus cuerpos se unían como imanes, los dos entendieron que eran
ellos, los de acá, los de acá, los de siempre.
De pronto sintió de nuevo la avidez
de sus muslos, el despertar de su vientre y exaltación de su cuerpo. La ceguera
le había concedido la particular sensación de caída, y con ella ese descarado
placer por la altura. ¿Pero por
qué vuelve lasciva justo con él?
Y mientras hablaban, y reían, y
callaban, ella seguía sintiendo sus revoloteos de adolescente, y luchaba por
controlar su ímpetu en ese escenario de locos y médicos. En ese instante
comprendió que estaba hablando con un paciente, probablemente un psicótico, un
lunático, definitivamente un enfermo, y sin medir en formalismos lanzó la
pregunta.
-
Por qué te encerraron en este hospital?
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