Aerosoles

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Mientras empacaba en la mochila los vinilos, las brochas, los tarritos, el lápiz, las crayolas, note desprevenida que tenía una sonrisa sincera en el rostro, de esas que se atreven a salir solas, sin permiso. Reconocí el entusiasmo añejo que no afloraba desde la infancia, cuando en el estomago se revuelven las mariposas por causas de emoción y no de amor, entonces guarde con delicadeza cada objeto y pensé que nunca me había sentido tan feliz empacando, ni siquiera cuando enrolle mis trapos para viajar al Sur.

Empacaba para pintar, y pintar es la felicidad más próxima en días de soledad.

El lienzo fue un muro gris entre matorrales húmedos, vidrios de botella, sobrecitos de marihuana y ropa de indigente, el escenario perfecto para mutarnos en lo ilegal, pero era también un rincón de barrio y familia, de vecinos y juegos de pelota. Ahora que lo pienso el lugar fue perfectamente ecléctico para nuestros propósitos: lo suficientemente escondido como para no ser blanco de la policía, lo justo para ser contemplado por el público, ideal para el aire despreocupado.

Pero entre las pinceladas y los colores había algo que rondaba cada pensamiento, el miedo. Recordé a Sebas diciendo que éramos la generación del miedo, y cuan ciertas son sus palabras, estamos condicionados a vivir con temor, temor a que la ley nos aprese por vandalismo, temor de la gente del barrio, de los ladrones, de la limpieza, del mundo. Viviendo siempre con el incomodo zumbido que te mantiene alerta ante cualquier persona, el miedo que hace de un anciano alguien peligroso, porque nunca se sabe, el miedo que detiene el corazón por segundos, que activa los sentidos para reconocer enemigos y los enemigos somos todos.


Pienso que el miedo es el peor sentimiento. Oscila en la incierto, en lo que no es, lo que podría ser, es una mala lectura del futuro, una duda perenne y amarga, un presentimiento, incomodidad, angustia y hasta agriera. El odio es seguro, existe y está, pero el miedo, el miedo te acompaña en cada momento como una sombra, augurando tristezas, revolcándote la cabeza y haciendo nudos en la garganta.

No recuerdo caminar sin recelo, esos días ya no aparecen en el horizonte, ni para mí, ni para nadie.

Al menos yo tuve tiempos de tranquilidad fortuita, días de niñez y alegría, pero ahora los niños del nuevo siglo nacen con su propia dosis de miedo infundado. Allá en la Comuna Seis ni siquiera pueden salir a jugar por temor a toparse con una bala perdida, miedo de caerle mal a un pelao que tiene contactos, de ser marcado por los duros como un posible servidor, miedo de caminar al colegio porque en cualquier momento pueden encontrarse en una guerra de Combos…

Y siendo esto un diario voy a citar como me de la gana, entonces recuerdo un artículo de este man de Semana, Mauricio Builes, en el que habla de los niños de Manrique y dice que dejar la casa es como salir de una trinchera a un campo de batalla.



Con vergüenza entiendo que mis hilos de pánico son apenas caprichos, porque el miedo verdadero es la muerte. Y estos pequeños que apenas si empiezan a vivir tienen la premonición del fin, como dijo Bukowsky, nacido y ya preparado para morir.

(Pausa)

Sí, allá estoy, deslizando un pincel por la superficie roñosa, ahogándome en el humo verde y la música. Me pierdo en cada trazo de colores, en el soplo del aerosol, en la pared que toma forma y habla, y canta, y es poesía.

Sin pensarlo entre un parpadeo y otro hice un tratado sobre el miedo. Si estudiará filosofía podría llamarlo: Acercamiento metafísico al concepto del miedo como herencia de la sociedad del desencanto. Pero no, con suerte alguien podría leerlo.

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